Aquella noche

Un relato breve de  David Verge López que aparece en el libro Sonambulario, Editorial Círculo Rojo

Aún faltaba más de una hora para que comenzara, sin embargo los dos nos encontrábamos ya muy excitados, mirando a cada poco el reloj del vídeo que marcaba la una de la madrugada. Han pasado ya muchos años, pero aún me sigo poniendo nervioso cuando recuerdo aquella noche, cuyos detalles se me presentan nítidos como si hubiera sucedido hace unos días.

Óliver sacó de la nevera dos botellines de cerveza, asegurando que no lo notarían:

– De hecho, nunca se dan cuenta de nada – zanjó.

Compartimos un cigarro barato asomados al balcón del primer piso. Óliver vivía en una casa antigua que daba a un callejón oscuro y sucio, donde los borrachos solían ir a mear cada fin de semana, dada su cercanía a los bares del centro de la ciudad. Tenía tres plantas: en la planta baja vivía una familia marroquí, cuyo número de miembros nunca supimos precisar, y la suya ocupaba el primer y segundo piso, comunicados por una escalera de caracol metálica. Recuerdo sorprenderme del brillo de las estrellas, y dudo haber contemplado uno similar en toda mi vida, mientras el humo azul ascendía y se dispersaba en una nebulosa desde mis pulmones, y cómo dábamos calentones al filtro antes de pasar el pitillo, extasiados y sintiéndonos interesantes.

El pobre Óliver debía disfrutar esos momentos aún más que yo, pues, si yo pasaba más bien desapercibido en el instituto, él acaparaba motes sin mucha dificultad: “el sobrasada”, por su pelo rojizo, o “el dibujito”, motivado por presentar su mano derecha únicamente cuatro dedos, malformación que echaba en cara a sus padres cuando discutía con ellos.

Solía quedarme a dormir en su casa con cierta frecuencia los fines de semana, ya que mis padres no me daban la libertad que allí sentía. Aquella noche, su padre había salido, puede que a una cena de empresa, no recuerdo bien, el caso es que no volvería hasta tarde. Su madre se había acostado hacía ya un par de horas en su dormitorio en la planta de arriba, pidiéndonos previamente que no hiciéramos mucho ruido. Laura, así se llamaba, era joven y muy hermosa, lo cual era detonante de un sinfín de comentarios lascivos cuando nos juntábamos unos cuantos en su casa, suavizándolos en presencia de Óliver, si bien aquello era suficiente para hacer mella en un adolescente.

Así que allí estábamos los dos, bebiendo aquellas cervezas y después otras dos, hasta que llegó la hora y volvimos corriendo al salón, yo encendiendo la televisión mientras él metía una cinta VHS con una pegatina llena de tachones, y por fin daba con el Canal +, y las imágenes codificadas iluminaban la estancia a oscuras. Yo achinaba los ojos, mientras intentaba adivinar qué tipo de postura o cuántas personas estaban participando en la supuesta orgía; Óliver, sin embargo, presumía de haber depurado una técnica consistente en mirar de reojo a la pantalla, con la que decía conseguir una definición mucho más clara de la película. A decir verdad, en aquella época esto era más que suficiente para que nuestra pubertad  entrara en erupción, tapándose él con un cojín mientras se masturbaba, creyendo tal vez que yo no me daría cuenta, o puede que por pudor, o incluso como una ingenua muestra de respeto. Lo cierto es que yo era más tímido que él, dije tener que ir al servicio, y lo dejé en la intimidad de aquella pornografía para pobres.

La escalera anunciaba cada uno de mis pasos hasta llegar al piso superior; una vez arriba, frente a mí se presentaba el largo pasillo a oscuras, en cuyo extremo estaba el cuarto de baño. La luna se reflejaba por las ventanas en el suelo de baldosas blancas y negras, lo que hacía posible andar sin encender las luces. Cuando estaba a punto de llegar a mi meta, una voz se escapó del dormitorio a la izquierda del servicio:

–         ¿Juan? ¿Eres tú? ¿Aún estáis despiertos?

Me asomé a la puerta entreabierta, si bien la oscuridad allí era total.

–         Sí, digo, no, quiero decir… Sólo he subido porque tenía que ir al baño.

–         Al baño, ¿eh? Es un poco tarde, qué estaréis viendo en la televisión a estas horas… – respondió en un tono cargado de burla, con una cadencia que me hizo sospechar que había bebido.

–         Ahora echanla NBAen directo, como allí en EE.UU. serán las…

–         El baloncesto, claro – me interrumpió, y soltó una leve risita-. Te conozco desde que eras tan pequeño… El calladito de Juan, está hecho todo un hombre. ¿Tienes ya novia?

–         Bueno, alguna hay por ahí – mi voz temblaba al mentir mientras la negrura de aquella habitación no cesaba en su interrogatorio.

–         Alguna, dice. Seguro que tienes a unas cuantas loquitas por ti, ¿a que sí? El tiempo pasa tan deprisa… ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo me miráis tú y tus amigos cuando venís a casa?

En ese momento, comencé a temblar mientras notaba como mi cara se encendía de tal forma que sentía evaporar mi sudor. Yo seguía inmóvil, agarrado tan fuerte al pomo de la puerta que me hacía daño, mareado por el conjunto que formaban la cerveza, aquella voz y la falta de visión, sin dar crédito al momento congelado en el que me encontraba, hasta que otra voz, desde el comienzo del pasillo, también se unió al cuestionario:

–         Juan, ¿qué haces?

Salí corriendo, apartando a Óliver de un empujón, bajé las escaleras de caracol a oscuras, tropezando y agarrándome a la barandilla, crucé el salón, abrí la puerta y bajé a la planta baja y de allí salí de aquella casa a la que nunca más regresé. Mientras corría por el callejón, creí ver al padre de Óliver orinando en una esquina, aunque es lo único que no recuerdo con seguridad de aquella noche.

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