El colegio-internado de Campillos: una semblanza de Fernando J. García Echegoyen

 ¿Fue Campillos para Fernando un locus amoenus,  un lugar ameno  y delicioso,  idealizado con el transcurso de los años? ¿Es en este momento para Fernando el colegio de Campillos su paraíso perdido? Para Marcel Proust no había más paraísos que los perdidos… Estas preguntas me surgen ante la lectura de Los Campos Pálidos. Semblanza de un internado. que escribe Fernando J. García Echegoyen, un antiguo alumno del colegio San José de Campillos, que estudió la Carrera de Náutica en la  Universidad de Cádiz, y que ahora, según me confiesa, se dedica a investigar naufragios marinos

 Es uno de los textos más vívidos y atractivos que leído sobre ese Colegio que nació casi milagrosamente en Campillos, un pueblo perdido en la geografía española, con el que el autor aspira a trasmitir sus sentimientos y emociones que, aún después de varias décadas, sigue provocándole  aquel colegio-internado:

 “Sé que a veces soy un poco frío, me cuesta la vida misma exteriorizar mis emociones. Una buena amiga me descubrió que es esa la razón por la que escribo. Pongo en negro sobre blanco mis sentimientos, lo que a veces de otra forma no sé o no puedo expresar. Siempre que algún acontecimiento me agrada o me desagrada de forma significativa y me toca el corazón acabo sentado con un montón de notas emborronadas de forma apresurada y con la pantalla en blanco de mi ordenador esperado a que vomite sobre ella todas esas ideas aparentemente inconexas que me atormentan y que finalmente se configuran en forma de una casi confesión”

 No creo que nadie haya mostrado tantos Campillos y menos de una forma tan literaria. He hecho un resumen de algunos de manera algo aleatoria –y caprichosa a veces- y seguro que el texto completo le hará más justicia, de esta manera su hondura, gracia y espontaneidad no sufrirán menoscabo alguno. Espero que disfruten todos aquellos a quienes Campillos no es ajeno, y todos aquello que hayan oído hablar de su internado que se cuentan por centenares de miles. No he sucumbido a la tentación de hacer algunas apostillas al ser natural del lugar – y consciente de que habrá tantos Campillos como habitantes-, y haber sido de los primeros usuarios de aquel maravilloso invento que don José se sacó de la manga y de la nada a finales de la década de los 40. Quizá por eso haya borrado del relato los nombres propios que por otra parte aparecen en el texto que les ofrezco y que no entrecomillo porque todo lo que viene a continuación es del autor, con la salvedad de las interrupciones u omisiones  antes señaladas:

  Campillos fue, ha sido y es (durante casi 5 décadas)  la vida de miles de chavales de siete de la mañana a diez de la noche. La vida a golpe de órdenes por altavoz y de toques de sirena.

 Campillos era  aquellos madrugones de lunes a viernes con aquel frío atroz que te helaba los huesos por las mañanas, y que durante los fines de semana si te quedabas castigado, te helaba el alma.

 Campillos eran aquellas interminables horas de estudio en completo silencio, aquellas colillas que nos fumábamos a hurtadillas al fondo de los campos de deporte en el colegio viejo y que compartíamos con los compañeros entre clases en el colegio nuevo (¿serás cabrón? ¡Vaya calentón que le has pegado!)

 Campillos era darte de tortas por cualquier gilipollez con un amigo junto a la tapia del colegio y que dos horas después viniera con el brazo extendido ofreciéndote  su mano con  pena en los ojos y una sonrisilla en la boca.

  Campillos era un extraño universo de olores que te pusieras donde te pusieras siempre te acababan alcanzando. El olor acre de las letrinas, de la acequia inmunda que corría paralela a la carretera de acceso al colegio, la peste de las granjas de pavos próximas al centro y de las balsas de purines de las granjas de cerdos. El olor seco de la fábrica de piensos y de los desinfectantes que utilizaban las limpiadoras. La peste a tigre de los dormitorios (¡tantos cafres durmiendo juntos!). El olor a fritanga que salía por los extractores de las cocinas y el olor dulzón de los pitillos rubios que nos fumábamos los domingos por la tarde cuando regresábamos de casa con algunas perras en el bolsillo. El olor de la libertad cuando subíamos los viernes por la tarde a los autobuses para pasar el fin de semana en casa.

 Campillos era también recuperar en estudio Sábado y Domingo, o que te pegasen dos tortazos por haber hecho alguna gansada propia de la adolescencia. Eran los gritos de don José Macías y las carreras despavoridas por los patios cuando sabíamos  que venía repartiendo leña y castigos con su vespino.

  Campillos era ver con inmensa nostalgia más allá de los muros del colegio la alta arboleda que flanqueaba la carretera o la sierra del Chorro en el horizonte mientras pensabas en tu casa, en tu familia, en amigos lejanos, en las vacaciones del último verano o en una chica con la que tonteabas.

 Campillos era la alegría inmensa del fin de semana previo a las vacaciones de navidad durante el cual no había salida y nos quedábamos todos en el colegio cantando la gilipollez aquella de “los pastores por el cerro de Belén” e incluso en alguna ocasión cogiendo una borrachera colectiva. Era aquel cine de pueblo con las peores películas de la historia y con los mejores paquetes de pipas que me he comida en mi vida, con mis amigos, los de allí, los de siempre y para siempre.

 Campillos eran los cafés en el bar Reyes, los bocadillos de jamón del  Lamparilla, las copas  Voy Voy (¿o era Boy Boy?), las comidas en el bar Rosales o enla Fonda SanFrancisco, las tapitas del Benito Ganga junto al cine camino del colegio.

 Campillos era el enorme mostrador de madera del viejo estanco de la calle Puerta de Teba que olía a humedad, a tabaco viejo y a higos secos, con aquellas hermanas ancianas y enlutadas, tan de pueblo y tan amables ellas, que andaban siempre trasteando en sus vitrinas de madera y cristal desvencijadas conteniendo ordenadas todas aquellas cajetillas de Celtas, Ideales, Bisonte, Tres Carabelas, Fortuna, Chester, Bisonte, Bonanaza, Ducados…

 Campillos era también el Quiosco Bernabeu  con sus helados y sus chuches que nos alegraron más de un fin de semana sombrío.

  Campillos era aquella inmensa marea humana compuesta por cientos de chavales, que iba del colegio al pueblo, de los dormitorios a las clases, del comedor a los estudios  y que invadía el patio bajo los dormitorios para fumar después de la cena mientras comentábamos los acontecimientos del día.

 Campillos éramos mis amigos y yo con aquellos motes horrorosos que nos poníamos. La foca, el cara huevo, el porrino, el cabezón, el tío Aquiles, el perote, la zorrita, el nenuco, el cotorro, el moña, el oso, el abuelo, el enano, el cojo, el yaco, el tonto, la vaca, el mosquito, el orejón, el pitirolo, el yogui, el angelote, el chino   y otros tantos que ahora no recuerdo…¡vaya tropa!.

  Campillos era jugar al pincho con los cuchillos que mangábamos del comedor en el colegio viejo. Era jugar a la piola, al tute subastado, a hacer puntos encestando la pelota en las canchas de baloncesto, a los barquitos en los estudios.

 Era atar hilitos a las moscas también en los estudios, a embadurnarnos las manos con cola blanca y cuando se secaba hacer bolitas blancas y pringosas.

 Era leer las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, o las de Sven Hassel (de las que yo tenía toda la colección y siempre prestaba a mis compañeros) o en mirar con los ojos desmesuradamente abiertos y casi babeando alguna página arrancada de las primeras revistas porno que llegaron a España.

 Campillos era el lugar al que iban a parar chicos a los que no querían en su casa o incluso el lugar que protegía a otros chicos de situaciones dramáticas que se producían cotidianamente en sus familias. En Campillos había chicos que por su escasa edad, por su timidez o por su debilidad eran objeto de las burlas y abusos de algunos de sus compañeros. No debemos olvidar que Campillos fue una pesadilla para algunos chavales que nunca se adaptaron, nunca quisieron, supieron o pudieron adaptarse a aquel colegio, a aquella dureza, a aquella disciplina y ello les ocasionó incontables sufrimientos y más de un trauma. No todos teníamos la misma fortaleza. Como es lógico la mayoría de ellos no quieren saber ahora nada del colegio. Ellos también son nuestros compañeros y merecen nuestro recuerdo cariñoso y nuestro abrazo. En ocasiones no puedo dejar de recordar a alguno de ellos con cierta tristeza, con cierta sensación de remordimiento.

 Campillos era también aquella tristeza, aquella sensación de vacío que te desgarraba cuando al final del curso te enterabas de que aquel colega,  aquel amigo del alma con quien tanto habías pasado a lo largo de uno o varios cursos no iba a volver más al colegio y que por tanto, probablemente, no lo ibas a volver a ver en tu vida.  Es, tal vez, el más triste recuerdo que guardo de aquellos años ya lejanos de mi adolescencia.

  Campillos era también el personal del colegio y su cuadro de profesores  e inspectores. Aquellos profesionales, serios, adustos en su mayoría, algunos casi góticos, otros estrafalarios (y con ciertos tintes cómicos incluso) fueron los responsables de nuestra formación académica  y de buena parte de nuestra formación humana.

 Era  (Campillos) don José Macías, el director y fundador del centro. El miedo que me producía en mis primeros años en el colegio se fue convirtiendo poco a poco en una profunda admiración hacia su persona. Por razones en las que ahora no voy a entrar, don José es una de las personas a las que más he admirado en mi vida.

 Campillos eran los profesores que durante aquellos años tuvimos .Campillos era también el personal y el de mantenimiento  ycómo no, las marmotas (joder, qué burros éramos) aquellas chicas del pueblo que limpiaban, que nos servían la comida, que de vez en cuando nos lanzaban alguna sonrisilla furtiva (no eran mucho mayores que nosotros) y cuya presencia, cuya visión   en aquel ambiente opresivamente masculino nos alegraba el pajarito y nos hacía emitir más de un suspiro.

5 comments

  1. Josefina Ruiz Ramírez

    Me gusta el artículo.Como mujer,nacida en Campillos,que pasó la infancia y adolescencia en Campillos y que,por circunstancias de la vida,me encontré dando clases en el colegio(1ª mujer que daba clases allí),siento,cómo parte de mi vida va unida y comprende la esencia del artículo.Me identifico con los olores,lugares e incluso con el miedo que el primer año sentí hacia don José y,que con el paso del tiempo,se tornó en amistad y aprecio mutuos.

  2. Andrés Campos Nieto

    Emotivo. No te recuerdo o no te pongo cara, pero por el texto creo que coincidimos en el tiempo, yo estuve poco, 1 año un verano y poco más entre el 74 y 76. Un saludo si nos conocemos y si no, también.

  3. Un saludo, tanto si nos conocemos como si no. Aunque seguramente te refieres al autor de la semblanza, Fernando J.Gª Echegoyen. Yo soy mucho más antiguo…

    • Buenas estube en el colegio San Jose varios veranos y aun cuando paso por ayi y veo los cuadros de promociones y veranos en el cual salgo en varios tengo muy buenos recuerdos. También hice muy bueno amigos y compañeros, de los que recuerdo muchas historias y anecdotas, para tan cortos periodos de tiempo.

    • Could you write about Phsicys so I can pass Science class?

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