El soneto de Quevedo

 Sólo pusimos el último terceto del soneto de Francisco de Quevedo, titulado no por él sino por su editor «€Amor constante más allá de la muerte»€ y que comienza con estos versos:»€Cerrar podrán mis ojos la postrera/sombra que me llevare al blanco día»€, para apoyar la teoría del amor post mortem.Uno de los ejemplos más evidentes de los que tengo noticias es el intenso amor que el premio Nobel Severo Ochoa, el sintetizador del ácido ribonucleico,ARN, seguía profesando a su mujer después de muerta aunque él en la entrevista que le hicieron se confesara ateo y materialista y por lo tanto no tuviera expectativas de volver a estar con ella, como es la creencia de otras muchas  personas.También afirmaba que el amor es pura física y química, y no estaría de más escuchar a Castilla del Pino en sus teorías sobre el amor y el alma: estamos ante dos personas que no creen en la trascendencia del ser humano y sin embargo han amado intensamente.Podíamos pensar que  el ejercicio del amor es un acto perfecto en sí­ mismo sin que tenga necesidad de llegar a la eternidad y que se agota como todos los procesos de la vida y en este caso hasta que no se extinga la de los individuos que lo han gozado.

Como todo el mundo no tiene la misma capacidad amatoria, estamos hablando del amor fuerte, el que dura  toda la vida, y no del  que sólo  preside la pasión o pervive cortos espacios de tiempo.Hay que admirar por lo tanto a los grandes amadores, aquellos que sintetizan como Severo Ochoa no el ARN sino los sentimientos, aunque estos sean puras reacciones fisico-químicas, como todo lo que tiene el soplo de la vida, de manera que las dos unidades de los amadores formen una perfecta ecuación química,que incluso abona la teoría de la igualdad en las parejas. Quien lo iba a decir:la química al servicio de las relaciones personales aportando soluciones.

Pido, de todas formas disculpas a aquellos que se han incomodado porque en estos tiempos de cólera desatada hable un poco del amor, iniciado a través de la memoria de los muertos, y rematado con el soneto de Quevedo, al que han calificado de «€œdulzón».

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