La inescrutable democracia del Ejército en España

cuartel general del ejercito

El Ejército español, ese gran desconocido, ese maltratado, en general, por los sucesivos gobiernos y al que el gobierno de Aznar, por unas razones puramente electoralistas dejó en cuadro al suprimir de la noche a la mañana el sistema de reclutamiento en vez de haberlo hecho paulatinamente: desde entonces no se ha recuperado y tiene que echar mano a la integración en sus filas de extranjeros de habla hispana o a cualquier otro que lo desee por motivos puramente económicos.

Es un ejército en el  que, además, y por la noticias que salen en prensa nos enteramos de que hay descontento entre la oficialidad por reformas que para muchos son lesiones en sus derechos adquiridos,  por los emolumentos que son inferiores a los que perciben otros empleados del Estado con igual titulación, que tienen además unos sindicatos que los protegen de posibles atropellos de los superiores, algo que está vedado a los militares que tienen que soportar, en ocasiones, órdenes arbitrarias que se saltan los cauces reglamentarios y que tienen que acatar los subordinados.

Órdenes que da que pensar que obedecen a favoritismos o  a pago de favores recibidos, algo impensable en la Administración civil, aunque a veces ocurran cosas como la secretaria judicial que ha sido la cabeza de turco de un fallo en cadena: pero por lo menos ha sido el fallo de un tribunal y no la decisión de un talibán de tres al cuarto por muchas estrellas de cuatro puntas que tenga. Desde aquí pedimos a la ministra que obligue a sus subordinados a cumplir el reglamento y no se comporten bananeramente: algo de democratización sí debe llegar al Ejército cuando el resto de la población está ahíta de ella.

Y para que el post sea algo más consistente reproducimos el artículo de un experto que analiza la utilidad de la presencia de nuestras tropas en el polvorín de Afganistán a raiz de que fuesen atacadas por los talibanes:

«…MIGUEL ÁNGEL AGUILAR

En Afganistán, ¿para qué?

La madrugada del sábado 30 de agosto un contingente español de la Unidad de Reconstrucción Provincial (PRT) destinado en la provincia afgana de Badghis fue atacado por un grupo de talibanes a unos 25 kilómetros de la ciudad de Qala i Nao, cuando se encontraba en una misión de ayuda humanitaria en cooperación con la policía local. Según informan las agencias de noticias, los efectivos militares españoles solicitaron refuerzos a la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), bajo mando de la OTAN. La presencia de sus efectivos aéreos provocó la huida de los talibanes, quienes dejaron sobre el terreno al menos cinco muertos, según reconoció el gobernador provincial, Mohammad Asrhaff Nasiri.

Estamos obligados a pensar el sentido que pueda seguir teniendo la presencia española allí

Que este último incidente haya sido «limpio», es decir, sin bajas propias, explica su escaso relieve periodístico. Ojalá los nuestros sigan sin ser noticia de primera, pero recuérdese que pocos días atrás, el 18 de agosto, en otro encuentro abierto con los insurgentes, una columna francesa corrió peor suerte al perder a 10 de los suyos y resultar heridos otros 21.

Enseguida hubo honores militares a los muertos repatriados y vimos al presidente de la República, Nicolas Sarkozy, desplazarse a Kabul para confortar a sus soldados y resaltar el valor de la misión que allí tienen encomendada. «El trabajo que hacéis aquí», les dijo, «es indispensable, porque estáis defendiendo una parte de la libertad del mundo». Sonaba bien la declamación presidencial y además daba cumplimiento a unos deberes que no pueden traicionarse sin incurrir en el riesgo de disolución social. Porque cuando se tiene la grave responsabilidad de enviar a fuerzas militares a lugares y misiones donde arriesgan la vida es preciso que, si les llega la muerte, quede claro que su sacrificio está lleno de sentido. El culto al honor y el respeto debido a quienes mueren obedeciendo concentra la atención en esos momentos y aplaza cualquier reflexión. Pero ese ejercicio intelectual y político sobre el sentido de la misión encomendada, por ejemplo en Afganistán, tiene que hacerse una vez calmadas las emociones.

Nuestros efectivos en Afganistán apenas alcanzan los 700, es decir, algo menos del 1% del total de 71.000 desplegados por la OTAN en la misión de la ISAF, que amparan sucesivas resoluciones de Naciones Unidas. Mandos y autoridades les han declarado siempre su apoyo. Por ejemplo, la ministra Carme Chacón el 19 de abril les dijo sentir «orgullo, respeto y admiración por vosotros y por el trabajo que hacéis» y les trasladó «el reconocimiento por el ingente, noble y magnífico trabajo cumplido al servicio de España, la paz, la libertad y la ley». Pero, después de dar los gritos de rigor, estamos obligados a pensar el sentido que pueda seguir teniendo la presencia española en Afganistán, más allá de que sea conforme con las resoluciones de Naciones Unidas y haya sido acordada en el Congreso de los Diputados con el voto casi unánime de los grupos parlamentarios.

Concedamos que frente a otras aventuras, como la del ultimátum a Sadam Husein en las Azores, con las que Ánsar pensaba ir ganando puestos a la derecha del presidente Bush y aumentando su estatura internacional, la presencia militar española en Afganistán tuvo otros orígenes y encuadres, era conforme a la legalidad internacional y ofrecía una prueba contrastada de solidaridad respecto a los aliados, a quienes pudo doler la retirada súbita, mediante decisión unilateral, de los efectivos que teníamos destacados en el Irak de la posguerra. Parecía que el Gobierno de Zapatero quería compensar en Afganistán tanto al Pentágono como, sobre todo, al Departamento de Estado, porque sabemos -al menos desde la guerra del Peloponeso- que las grandes potencias quieren verse acompañadas en sus aventuras imperiales más por el visible efecto político de la compañía que por el estricto peso del apoyo militar.

Sucede, como ha escrito en el Herald Tribune Bartle Breese Bull, editor de política exterior del Prospect magazine, que para el castigo a los talibanes, efectuado durante las seis semanas que siguieron al 11-S, bastaron algunos centenares de efectivos de las fuerzas especiales sobre el terreno, la cobertura aérea americana y la cooperación de la Alianza del Norte. Mientras que ahora aumenta la violencia, disminuye el área controlada por la ISAF y, según las estimaciones del general Dan McNeil, quien tuvo el mando en Afganistán hasta el pasado junio, serían necesarios 400.000 efectivos para lograr una ocupación real del país. Además de la inutilidad de combatir contra el terrorismo de semejante manera, cuando lo que se requieren aquí son servicios de inteligencia y capacidades militares muy especializadas.

Como concluye Breese Bull, los dos candidatos, Obama y McCain, parecen concordes en considerar que la de Afganistán es la right war, pero lo que allí se está empleando es una wrong force. Convendría, pues, razonar nuestra retirada. «

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *