La memoria de la Historia: La “desbandá”

la desbandá

Dicho así en andaluz y contado este trágico hecho de nuestra guerra civil por Henry Norman Bethune , un doctor canadiense conocido por sus servicios humanitarios en tiempo de guerra, con la intervención de sus unidades médicas durante la Guerra Civil Española entre otros lugares del mundo.

Hizo acto de presencia entre nosotros durante “la desbandá” desde Málaga hasta Almería de unas 150.000 personas, la mayoría niños, mujeres y viejos que huían con el miedo a cuestas de no se sabe qué peligros. Eligieron esta ruta porque la ciudad estaba sitiada al norte por las tropas italianas , al oeste por los nacionales ayudados por los marroquíes, por aire, la aviación alemana y por el sur y desde el mar bombardeos continuos contra las personas y la carretera de la costa para evitar llegada de camiones con milicianos.

 

Para Henry Norman Bethune el hecho más criminal de la guerra civil española fue “La Desbandá”: Ni el bombardeo de Guernica, ni las matanzas de Badajoz. Escribió en su diario un relato de cuatro días y cuatro noches:

 

“….las mujeres avanzaban lentas, con sus vestidos oscuros….tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos….medio desnudos bajo el sol….. que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio….”

 

“…una hilera continua, que parecía haber nacido del suelo….una hilera de 30 kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies que levantaban una nube de polvo…no se veía la carretera…..estaba desbordada por los refugiados….kilómetros de gente y, en medio, miles de niños….”.

 

“….tras ellos…. militares a cientos, a miles,….sus uniformes rotos, sus armas inservibles, las caras con barba de días….”

 

“…en la carretera, carros rotos y camiones averiados….burros moribundos arrojados a las playas…gente pidiendo agua y transporte…no había frente, no había resistencia alguna…”.“…sedientos y mordisqueando algunas hierbas….los muertos estaban esparcidos entre los enfermos, con los ojos abiertos al sol…”

 

“Brillantes aviones plateados: bombarderos italianos y Heinkels alemanes….y como en una maniobra de tiro, rutinaria, sus ametralladoras trazaban dibujos geométricos entre los refugiados que huían”.
“Decenas de miles de refugiados surgiendo entre las montañas y se extendían como un abanico…”
“Gente cayendo en los enormes hoyos que las bombas habían hecho en el suelo”.
“Los bombarderos no estaban interesados en el puerto (un puerto no puede pensar), iban siguiendo presas humanas”.

 

Y mientras todo esto pasaba, Queipo de Llano, desde la radio: “malagueños, maricones, ponedle pantalones a la luna”.

 

Con la llegada de los diezmados supervivientes a Almería no quedó saciada el hambre de destrucción y el infernal propósito de aniquilamiento de los huidos –algo habrían hecho los ancianos, niños y mujeres o quizá querrían extirpar de raíz la mala simiente-  a juzgar por lo que cuenta el compasivo médico canadiense:

 

“Y ahora viene la barbarie final. No contentos con bombardear y ametrallar a esta procesión de campesinos indefensos, a lo largo de esta larga carretera, en la tarde del día 12, cuando el pequeño puerto de Almería estaba repleto de refugiados, habiendo aumentado en población el doble, cuando unas cuarenta mil personas, exhaustas, alcanzaron un puerto de lo que ellos pensaban que era seguridad, fuimos masivamente bombardeados por aviones fascistas alemanes e italianos.

 

La sirena dio la alarma treinta segundos antes de que cayera la primera bomba.
Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por alcanzar los barcos de guerra del Gobierno, que estaban en el puerto, ni por bombardear las barricadas.

 

Éstos lanzaron, deliberadamente, diez grandes bombas en el centro mismo de la ciudad, donde, en la calle principal, dormían apiñados sobre la calzada, de tal forma que apenas si podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados.

 

Después de que hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres niños muertos, de la calzada, justo enfrente del Comité Provincial para la Evacuación de refugiados, donde habían estado esperando en una larga cola a que les dieran una taza de leche y un puñado de pan seco, era el único alimento que algunos tomaban durante días.

 

La calle parecía una verdadera carnicería, llena de muertos y de moribundos, alumbrada solamente por el resplandor anaranjado de los edificios en llamas.
En la oscuridad, los lamentos de los niños heridos, los chillidos de las madres agonizantes, las maldiciones de los hombres, iban elevándose en un solo grito masivo, alcanzando un tono de intolerable intensidad.

 

Uno mismo sentía su cuerpo tan pesado como el de los muertos, pero vacío y hueco, y uno sentía su cerebro arder con una intensa luz de odio.
Aquella noche fueron asesinadas cincuenta personas, de entre la población civil, y unas cincuenta más fueron heridas. Hubo dos soldados muerto”

 

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